LAS PEQUEÑAS MEMORIAS
José Saramago
2006
"A la aldea le dicen Azinhaga, está en ese lugar por así decirlo desde los albores de la nacionalidad (ya era foral en el siglo XIII), pero de esa estupenda veteranía nada queda, salvo el río que le pasa al lado (imagino que desde la creación del mundo), y que, hasta donde alcanzan mis pocas luces, nunca ha variado de rumbo, aunque se haya salido de sus márgenes un número infinito de veces.
A menos de un kilómetro de las últimas casas, hacia el sur, el Almonda, que ése es el nombre del río de mi aldea, se encuentra con el Tajo, al que (o a quien, si se me permite la licencia) ayudaba, en tiempos idos, en la medida de sus limitados caudales, a inundar los campos cuando las nubes soltaban las lluvias torrenciales del invierno y los embalses río arriba, pletóricos, congestionados, tenían que descargar el exceso de agua acumulada.
La tierra es plana, lisa como la palma de la mano, sin accidentes orográficos dignos de tal nombre, y algún que otro dique que por allí se hubiese levantado serviría más para guiar la corriente hacia donde causara menos daño que para contener el ímpetu poderoso de las riadas. Desde tan distantes épocas la gente nacida y vivida en mi aldea aprendió a negociar con los dos ríos que acabaron configurándole el carácter, el Almonda, que a sus pies corre, el Tajo, más allá, medio oculto tras la muralla de chopos, fresnos y sauces que le acompaña en el curso, y uno y otro, por buenas y malas razones, omnipresentes en la memoria y en las conversaciones de las familias.
En estos lugares vine al mundo, de aquí, cuando todavía no había cumplido dos años, mis padres, emigrantes empujados por la necesidad, me llevaron a Lisboa, a otros modos de sentir, pensar y vivir, como si nacer donde nací hubiera sido consecuencia de una equivocación del azar, de una casual distracción del destino, que todavía estuviera en sus manos enmendar. No fue así. Sin que nadie se hubiese dado cuenta, el niño ya había extendido zarcillos y raíces, la frágil simiente que entonces yo era había tenido tiempo de pisar el barro del suelo con sus minúsculos e inseguros pies, para recibir de éste, indeleblemente, la marca original de la tierra, ese fondo movedizo del inmenso océano del aire, ese lodo ora seco, ora húmedo, compuesto de restos vegetales y animales, de detritus de todo y de todos, de rocas molidas, pulverizadas, de múltiples y caleidoscópicas substancias que pasaron por la vida y a la vida retornaron, así como vienen retornando los soles y las lunas, las riadas y las sequías, los fríos y los calores, los vientos y las calmas, los dolores y las alegrías, los seres y la nada. Sólo yo sabía, sin conciencia de saberlo, que en los ilegibles folios del destino y en los ciegos meandros del acaso había sido escrito que tendría que volver a Azinhaga para acabar de nacer. "
Saramago recuerda su existencia desde los cuatro a los quince años; pero no lo hace desde el punto de vista privilegiado del adulto que es: apoyándose en su prodigiosa capacidad narrativa, vuelve a convertirse en el niño que fue para explicar al mundo quién es y, sobre todo, por qué es… Un retorno a los orígenes de su vida y al disfrute de una niñez recobrada a través de la escritura
"Me interesa conocer mi relación con ese niño que fui. Ese niño está en mí, siempre ha estado y siempre lo estará. Un adulto escribe memorias de adulto, acaso para decir: "Miren qué importante soy". He hecho memorias de niño, y me he sentido niño haciéndolas; quería que los lectores supieran de dónde salió el hombre que soy."
En poco menos de 200 páginas Saramago nos traslada con su pluma a Azinhaga, aquella aldea de cultivos en las que creció junto a sus abuelos, las personas más importantes de su vida; a través de decenas de anécdotas, conoceremos que la ignorancia no es ajena a la sabiduría (sus abuelos eran analfabetos y sin embargo marcaron su manera de ver el mundo), la curiosidad innata del gran observador portugués, la actitud crítica de origen que le llevó a alejarse ya de joven de las tentaciones de la Iglesia, los detalles desmenuzados de su vida cotidiana que al fin y al cabo resultan las claves para comprender la condición humana.
Saramago describe los hechos, grandes y pequeños, que nunca, desde aquellos tiernos años, lograron desvanecerse en el tejido del recuerdo. De todos ellos, los más vívidos serán aquellos que acompañaron el despertar de su vocación de escritor: las largas horas pasadas en la encrucijada de los ríos que bañaban las tierras de cultivo de la aldea, las carreras entre los olivares, la contemplación del atardecer, la luna más luminosa que jamás alcanzara a ver mientras conducía los cerdos a la feria junto con su tío Manuel, la felicidad de acabar la tarea encomendada por su abuelo bajo una lluvia torrencial, la magia de los cines de barrio de Lisboa, la contemplación del cielo estrellado junto a su abuela en el ocas...
Resulta destacable la edición de Alfaguara, que se ve acompañada en sus páginas finales con una serie de fotografías a través de las cuales podemos terminar de formar las imágenes del niño y joven Saramago y sobre todo de sus familiares, esa saga de personajes dignos de no olvidar que dormían con los cerdos en el invierno para salvarlos del frío o que se despedían abrazando a cada árbol cuando veían que la mala hora se acercaba.
En medio de tantas historias, dedicadas a su mujer Pilar Del Río “Que todavía no había nacido, y tanto tardó en llegar” también conoceremos la visión de aquél niño acerca de momentos históricos que le tocó vivir, como los comienzos de las dictaduras de Salazar y Hitler o la Guerra Civil Española.
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